“UNA MUJER EN EL PODER
NO SIEMPRE MEJORA LAS COSAS”
¿Si las mujeres tuvieran el poder de decisión en la sociedad,
ésta sería "más gentil y amable"? Esto es lo que se pregunta la
ensayista Naomi Wolf y lo justifica a través de algunos de los hechos más
importantes en la historia de la sociedad para el sexo femenino.
El feminismo occidental cometió algunos errores memorables;
uno importante es la frecuente presunción de que, si las mujeres tuvieran el
poder de decisión en la sociedad, ésta sería “más gentil y amable” (una
expresión ideada para George H. W. Bush en 1988 con el fin de atraer el voto
femenino). A decir verdad, en la llamada teoría feminista de la “segunda ola”
abundan las afirmaciones de que la guerra, el racismo, el amor por la jerarquía
y el carácter represivo en general pertenecen al “patriarcado”; el liderazgo
femenino, en cambio, crearía naturalmente un mundo más incluyente y solidario.
El problema es que nunca se dio así, como debería
recordárnoslo el ascenso de las mujeres a puestos de liderazgo en los partidos
de extrema derecha en Europa occidental. Líderes como Marine Le Pen del Frente
Nacional en Francia, Pia Kjaersgaard del Partido Popular de Dinamarca y Siv
Jenson del Partido del Progreso en Noruega reflejan el atractivo persistente
que tienen los movimientos neofascistas para muchas mujeres modernas en
democracias progresistas igualitarias inclusivas.
El reciente libro de Wendy Lower, “Las arpías de Hitler: las
mujeres alemanas en los campos de exterminio nazis” suma más datos al largo
historial de mujeres que participaron en movimientos de derecha violentos. Y el
avance de los movimientos de extrema derecha en Europa -a menudo con mujeres al
mando- nos enfrenta al hecho de que las herederas del fascismo de los años 30
tienen su propio atractivo en función del género.
Una razón obvia que explica el éxito de mujeres como Le Pen,
Kjaersgaard y Jensen es su valor por empaquetar y comercializar a sus partidos,
que deben atraer hoy a los ciudadanos sin parecer peligrosamente extremos y
marginales. Después de todo, ¿cuán peligroso puede ser el movimiento si lo
defienden mujeres?
Como bien muestra Lower, los nazis llegaron con programas
especiales -desde organizar a las amas de casa hasta colonizar los territorios
orientales conquistados- que dieron a las mujeres trabajadoras cosas que éstas
anhelaban: el sentimiento de pertenecer a algo superior a sí mismas, respaldado
por una compleja iconografía oficial en la cual los roles tradicionalmente
devaluados de esposa y madre ocupaban un lugar crucial en el drama nacional.
Mujeres jóvenes solteras que eran enviadas a dirigir los
esfuerzos neocolonialistas en Polonia y otros territorios conquistados ganaron
en aventura, capacitación profesional avanzada y oportunidades.
Y, para todas esas mujeres, al igual que para cualquier grupo
subordinado en cualquier otra parte, el fascismo apeló a lo que los sociólogos
llaman “aversión al último lugar”: el deseo de superar en número a otros
grupos.
Súmese a todo esto, por último, el atractivo en función del
género de la figura de autoridad fuerte y la jerarquía rígida, que atrae a
algunas mujeres tanto como a algunos hombres. Tal vez tenga razón Sylvia Plath,
cuyo padre era alemán, en su poema “Papá”: “Cada mujer adora a un fascista/ la
bota en la cara/ el bruto/el bruto corazón de un bruto como tú”.
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